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Los JMV de México en Series del Caribe

•        Reiteran: Eddie Díaz debió ser el Mánager del Equipo Ideal

•        Réplica de Armando Zamora sobre “Los hijos del beisbol”

Por Jesús Alberto Rubio.

El lanzador Luis Alonso Mendoza se convirtió en la 55 edición de la Serie del Caribe en el noveno jugador del equipo mexicano que logra ser el Jugador Más Valioso.

Recordemos, que fue en 1971, cuando México ingresó a la Confederación del Beisbol del Caribe:

El primero fue Héctor Espino en 1974 (en Hermosillo, como refuerzo de los Yaquis de Obregón; y repitió en 1976 cuando los Naranjeros fueron campeones en Dominicana.

Tuvieron que pasar ¡20 años! para que otro integrante del equipo azteca lograra ser JMV: el jardinero Darryl Brinkley, con Tomateros, lo fue en 1996.

Para la siguiente edición, 1997, otro Guinda también repitió el truco: el BD, Matt Stark.

Luego, apareció en el firmamento el primera base Erubiel Durazo, de los Naranjeros, siendo el JMV en el 2001.

Al siguiente año, el receptor Adán Amézcua logró también el trofeo defendiendo los colores de Culiacán.

En el 2005, el excelso pitcher Pancho Campos hizo también el truco con Mazatlán, que le daba el primer título caribeño a México (LMP) como anfitrión.

Más tarde, en el 2011, el primera base Jorge “Chato” Vázquez también se cubría de gloria con ese galardón. Jugó como refuerzo de los Yaquis de Obregón.

Este 2013, Luis Alonso Mendoza fue la mera ley.

Cesáreo Suárez Naranjo:

Es correcto tu punto de vista cuando dices que «te parece que Eddie Díaz era el indicado para ser el Mánager del Equipo Ideal de la Reciente del Caribe».

Para decirlo con unas cuantas palabras, y tal como lo afirmaba José Alfredo Jiménez, en su famosa canción: «No hay que llegar primero, pero hay que saber llegar», le queda «al pelo» a esta situación.

Al decidir, quienes tuvieron la emisión de votos, que fuera Audo Vicente, de Dominicana, se basaron a los primeros seis juegos. Pero había que tomar en cuenta que la decisión final, o -si quieres decirlo así- el resultado final, dependía de «ese séptimo juego». Y, ahí, es donde salió adelante Eddie. Saludos.

“Los hijos del beisbol”

Les comparto la respuesta del colega escritor Armando Zamora al tema “Los hijos del beisbol”, verá:

Estimado Miguel Ortega:

En simple práctica de mi derecho de réplica (mejor dicho, de contrarréplica) a lo que usted ha escrito sobre una opinión personal respecto de la Serie del Caribe y el nuevo formato (no sobre el desempeño de los jugadores), respetuosamente me permito hacerle llegar estas líneas.

Comenzaré por el final de su escrito:

¿Qué he hecho yo por el deporte?, me pregunta.

Permítame decirle que yo he hecho casi de todo en y por el deporte: desde practicar desinteresadamente el deporte escolar (primaria, secundaria, preparatoria, donde fui seleccionado en el equipo de basquetbol y en el de volibol de la EPURS, y además fui manager del equipo de beisbol que ganó dos años consecutivos el campeonato interior) hasta formar hijos deportistas que continúan respetando la filosofía en la que se basa el deporte (todos lo deportes, no sólo el beisbol): respetar los fundamentos y el reglamento, respetarse uno mismo como deportista, respetar a los demás competidores y respetar al público.

He sido desde correbolas y aguador, hasta masajista, entrenador y patrocinador desinteresado de equipos de niños en varios deportes.

Practiqué todos deportes que pude con el entusiasmo que tenía alguien como yo, que en su juventud no fumaba ni tomaba ni se desvelaba, hasta que la miopía y los lentes me impidieron practicar deportes y me convertí en un tipo reflexivo que camina solo, escuchando lo que mis recuerdos me dicen, y lo que he aprendido después de regalar mis uniformes.

Como ve, he hecho de todo en y por el deporte. Lo único que no he hecho dentro del deporte es vivir de los deportistas.

No sé de dónde sacó que utilicé un tono despectivo al mencionar lo de “orgullosos hijos del beisbol”. La frase ni siquiera es mía, sino que la escuché en alguna charla de ocasión.

En todo caso, déjeme decirle que yo también soy hijo de la cultura del beisbol. No podría ser de otra manera: aquí nací, aquí he vivido casi toda mi vida y aquí pienso morir. Encima de eso, mi madre, a sus 85 años, todavía me hace compartir momentos de beisbol con ella, que es una fiel fanática de Los Naranjeros a través de las emisiones vía televisión.

Déjeme decirle también que, aunque soy nativo de Hermosillo, mis primeros años de vida los pasé en Navojoa, y entre mis recuerdos más hermosos está el haber asistido al viejo estadio Revolución, ya que viví frente a ese nostálgico inmueble, y al Fernando M. Ortiz, aquí en Hermosillo. Fui testigo, estando en las gradas de sol, del primer jonrón conectado en el estadio que hoy se llama Manuel “Ciclón” Echeverría, de Navojoa, pero que en aquel tiempo sólo era el Estadio Municipal: Abelardo Vega, tercera base de los Mayos, fue quien conectó un estacazo por todo el jardín izquierdo la tarde quizá del sábado 10 de octubre de 1970.

Por la casa de mi infancia, ubicada sobre la calle Obregón esquina con Jiménez, casi enfrente del estadio Revolución, pasó Jorge Fitch y varios jugadores más de los Mayos, quienes nos dejaron a mis hermanos y a mí guantes, pelotas y bates, con los que pasamos jugando largas horas en aquella calle de tierra.

En aquellos viejos tiempos se gozaba de un ambiente que hoy se ha perdido, un ambiente que se basaba en una saludable convivencia entre los aficionados. Y en el caso del equipo que yo apoyé en mi infancia, los Mayos, asistir al estadio, sobre todo cuando jugaban contra los Yaquis, era una fiesta imperdible: participar en las porras, cantar con doña Victoria Cheyk Cinco aquella melodía que decía “Quiero comer pato, quiero comer pato a lo Pepe Peña…” (en referencia a los “Patos arroceros”, como también se le conocía a los Yaquis, y el nombre en la canción cambiaba de acuerdo al pitcher) y ver que pasaban aviones sobre el estadio tirando papeles con rimas referentes a los equipos, es algo que ahora simplemente no se encuentra por ningún lado.

No es que uno no quiera que los tiempos y sus manifestaciones pasen, pero es innegable que mucho de aquello que vivimos en los estadios en nuestra niñez y juventud ya no se encuentra ahora: muchas personas van a los estadios a beber cerveza sin moderación, a reírse con las mascotas, a ver si encuentran una pareja ocasional o a lanzarse objetos entre sí, y el esfuerzo de los beisbolistas lo ven a través de las pantallas gigantes.

En mi caso, yo dejé de ir al beisbol hace casi 20 años, cuando una noche llevé a mi hijo a ver un juego de los Naranjeros contra los Mayos al Héctor Espino y vi a varios chamacos tomando cerveza desde las primeras entradas. Lo peor de todo era que junto a ellos estaban sus padres, y eran precisamente los padres quienes les compraban las cervezas. Y al filo del quinto inning, un par de damas que estaban dos filas detrás de nosotros, ya en estado etílico empezaron a pelearse, y los aficionados que las rodeaban simplemente las azuzaban y les tiraron sus vasos de cerveza encima. Por supuesto que algo de aquel líquido nos alcanzó a nosotros, que no teníamos vela en ese entierro.

Jamás he vuelto al estadio.

En la lógica de usted, tal vez yo debí seguir yendo al estadio, pero creo que no me habría acostumbrado nunca a estas escenas ni, desde luego, habría permitido que golpearan o bañaran de cerveza a mi hijo simplemente porque algunos aficionados tuviera ganas de divertirse, por decirle de alguna forma a esta conducta.

Y es que he llegado a la conclusión de que el reglamento concerniente a las bebidas alcohólicas nunca se va a aplicar debidamente dentro de los estadios, considerando que las firmas cerveceras son los principales patrocinadores no sólo de los equipos, sino también de la liga. Esas empresas no van a atentar contra ellas mismas, por lo que en lugar de ejercer un control en la venta de cerveza, han ido fomentando su consumo indiscriminado, inclusive entre los menores de edad.

Así que no está en discusión si soy o no, hijo de la cultura del beisbol. Tampoco si utilizo un tono irónico. Ni siquiera está en discusión si soy o no un tipo amargado, incongruente e inconforme: aunque es cuestión de semántica, de los tres adjetivos sólo acepto el de amargado, pero por razones que no cabrían en este texto, en las que, además, nada tiene que ver el beisbol.

Respetuosamente le digo que lo de incongruente no lo acepto, y creo firmemente que la inconformidad es el motor del ser humano, así que no encuentro alguna razón para reflexionar mucho más en ello.

Creo más bien que lo que está en discusión en este intercambio de letras es lo que usted y yo pensamos sobre un mismo deporte, y simplemente no coincidimos en nuestras apreciaciones, aunque en cierta forma hemos emitido nuestra opinión de manera absolutoria, y al parecer usted y yo pecamos de un fundamentalismo que no permite más que respuestas negativas. Hay que apechugar cuando llegan esas respuestas y aguantarse dentro de los marcos que impone esa filosofía tan sonorense de “El que se lleva, se aguanta”.

Por lo demás, creo también que usted y yo estaremos de acuerdo que cuando el deporte se convierte en negocio, algunos de aquellos fundamentos que mencioné se pierden. Cuando no gana nuestro equipo nos volvemos unos tristes resultadistas que despotricamos no sólo contra nuestro equipo, también contra los contrarios. Al fin de cuentas somos producto humano, y como tal, somos falibles.

Quisiera aclarar que yo no hablé en mi comentario dirigido a Jesús Alberto Rubio del grupo denominado matraqueros, sino que me referí estrictamente al entusiasmo matraquero (no “al entusiasmo de los matraqueros”) que prevalece en nuestra ciudad. Ignoro quiénes son las personas de ese grupo y no me interesa saberlo. No sé si pagan o no sus propios pasajes, o si manifestarse así como lo hacen en el estadio es su manera de trascender en la vida. Lo cierto es que nunca me referí a ese grupo.

Tampoco dije que los Yaquis no fueran los campeones de la Serie del Caribe. Dije que el nuevo criterio ha impuesto un valor comercial sobre el deportivo. Si bien los Yaquis ganaron la final, establecida para obtener mayores ganancias, particularmente en la venta de cerveza y de derechos de televisión, fueron los Leones quienes obtuvieron el mayor número de victorias en la serie. En mi punto de vista hubo dos campeones, eso dije, y fueron el que ganó la final y el que obtuvo más triunfos. Por desgracia no fue el mismo equipo. Eso hubiera sido lo ideal, pero triunfó lo comercial. No creo que eso debiera generar una polémica, porque simplemente es verdad.

Tampoco dije que los Yaquis fueran mediocres, dije que el sistema privilegia la mediocridad. Y si este sistema (tanto en la Liga Mexicana del Pacífico como en la Serie del Caribe, inclusive en las Ligas Mayores) motiva a los equipos a ser de “calidad media” (que es el significado de mediocre), no los mejores, entonces no sé de qué otra manera podría llamársele.

Por otro lado, no estoy muy seguro de que el beisbol organizado rescate a todos nuestros jóvenes de las garras del vicio y les ofrezca un futuro cierto. Me parece más bien que esa es una visión romántica. Válida, claro, pero indudablemente romántica. Aquí también cabe eso de “lo ideal”, que es lo que yo invoqué al decir que el campeón de la Serie del Caribe debió haber sido el equipo dominicano porque ganó más juegos. Pero no fue así: los Yaquis ganaron la final, independientemente del criterio impuesto. Son las reglas, pues.

Así que lo ideal sería que el beisbol organizado rescatara a miles de jóvenes de un futuro incierto. Pero en rigor esto tampoco es cierto. Todos conocemos de cerca casos de deportistas profesionales que utilizan sustancias prohibidas para mantener un rendimiento que les exige la competencia de alto nivel. Y no son pocos los deportistas que recurren a las drogas. Esto sucede en todos los deportes profesionales. Y en todos los países.

Las ligas y los organismos deportivos que verdaderamente se respetan, aplican sanciones severas. Por desgracia, esas ligas y esos organismos son norteamericanos y europeos, porque yo nunca he visto que en México se lleve un control fiable en este aspecto. Y cuando alguien da positivo a alguna sustancia, simplemente se buscan salidas fáciles que sólo aumentan la incredulidad de los aficionados.

Y no hablo sólo del famoso clembuterol de los futbolistas ni del “tecito” de mariguana del JC junior ni de la metilhexanamina de la velocista Zudikey Rodríguez ni del sibutramine de la pesista Cynthia Domínguez, también de los vicios de muchos ídolos de nuestro beisbol del Pacífico: una buena cantidad abusaba del alcohol (está documentado que muchos jugadores de gran talla de los años sesentas y setentas, y que hoy se han inmortalizado en estatuas, nombres de estadios y de calles, ingerían grandes cantidades de alcohol y otros más utilizaban la mariguana; de hecho, muchísimos peloteros lo siguen haciendo en la actualidad). Y todo porque el deporte ya no es deporte, sino un negocio, y los jugadores son activos a los que hay que explotar cada día.

Y precisamente por eso es que yo creo que Miguel Tejada y la constelación de estrellas no sólo de República Dominicana, sino de los equipos que estuvieron aquí, y de todos los equipos profesionales del mundo, juegan por dinero, o para deducir impuestos, porque de que ganan algo, ganan algo. Y siempre.

¿O usted cree, señor Ortega, que ellos vinieron a jugar por cacao? (Recordemos que los Leones y los Yaquis ya habían amenazado con no jugar porque les debían algunos beneficios acordados. Lo que no sé es si les iban a pagar con cacao o con dólares).

Dejemos de lado las ironías y el innegable deportivismo de los beisbolistas que jugaron la final: el beisbol es su trabajo y en ese momento estaban trabajando horas extras, con el plus de que en ese juego podrían catapultarse a una mejor liga o a asegurar un lugar en el roster de algún equipo ligamayorista. Y ahí es donde el romanticismo choca con la realidad.

Está claro que si usted y yo estuviéramos en un evento que podría servirnos de trampolín para obtener un mejor trabajo o mejores ingresos, de seguro que hubiéramos pasado no sólo las siete horas y media detrás del plato como el catcher que menciona, sino hasta más.

Es más: yo estoy seguro que usted y yo nos hemos pasado no digo siete horas, sino muchas más, sentados (metafóricamente o no) detrás de algún escritorio porque nos dedicamos a trabajar. Así que el catcher (y todos los jugadores que intervinieron en ése y todos los juegos) estaban ahí porque esa es su profesión, a eso se dedican, y además les pagan muy bien por estar ahí… ¿O a poco cree usted que sólo les pagaron un puño de cacao por haber jugado siete horas?

Como ve, todos los “Usted cree” tienen una respuesta que no tiene nada que ver con el romance y el idealismo.

Y también entiendo que cuando un deporte se vuelve negocio entran en juego muchos intereses comerciales y políticos. El beisbol de la Liga Mexicana del Pacífico, nuestro beisbol para decirlo en términos populares (aunque Megacable diga con un cinismo despiadado que “La liga es nuestra”; es decir, de ellos), tendría que darnos la oportunidad de soñar con cosas sanas, ofrecernos buenos ejemplos y alimentar la esperanza de que el equipo al que le vamos haga una buena temporada. Pero al ir al estadio eso también choca con una realidad impuesta por los intereses comerciales: en lugar de cosas sanas vemos consumo inmoderado de alcohol, y en vez de buenos ejemplos está a la vista de todos los asistentes una red de prostitución que ofrece a sus mejores ejemplares caminando por entre los pasillos. Lo único que les queda a los verdaderos aficionados al beisbol es la esperanza de que el equipo mejore la próxima temporada.

Y ante el argumento de que los propietarios de los equipos tienen que ganar dinero porque arriesgan su patrimonio, convendría recordar la “indemnización” que piden los dueños de los Naranjeros (se habla de 25 millones de dólares) para dejar la concesión del estadio Héctor Espino, que les fue otorgada gratuitamente, y las maniobras que realizó el dueño de los Algodoneros, quien recibió millones del gobierno sinaloense para que “no vendiera” su equipo a un grupo de Tijuana.

Y los intereses políticos saltan a la vista: la Serie del Caribe se desarrolló en un ambiente político desenfrenado. Eso está más claro que el agua.

Finalmente, del estadio grandotote mejor ni hablar: los vicios ocultos de la construcción ya empezaron a surgir, tal vez porque los materiales y la butaquería no eran precisamente de la mejor calidad.

No se trata, estimado Señor Ortega, de que yo lo convenza con lo que pienso sobre este tema, sino de establecer un diálogo constructivo con el que podemos o no estar de acuerdo, pero siendo respetuoso, lo único que queda es tomar lo mejor de él y fortalecer o replantear lo que honestamente pensamos. Y si se puede, divertirse con lo que nos queda entre el romanticismo y la realidad.

Le envío un cordial saludo.
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